lunes, 1 de julio de 2013

La Reina de Saba.

Tú, yo, y el polvo de la habitación, que entre los rayos de sol que se colaban por mis cortinas, se dedicaba a flotar. Como si no hubiera un mañana. Como si aquel día no fuera de por sí un mañana.
Tonos naranjas y amarillos en el aire, rosado en nuestras pieles, como el vino de mesa. Todo en el lugar se dedicaba a mirarnos, por una vez éramos el centro de atención (sobra decir que estábamos solos).
Y por el suelo tu ropa y la mía cogiditas de la mano, revueltas, juntas, podridas de salir. Podridas de mirar, pobres.
Con algo de aire divertido, con tono burlón como el del que sabe que no sobra, bajando el edredón para dejar pasar al sol, el calor, y lo que algún idiota se atrevería a decir que nos estábamos perdiendo por quedarnos parados. ¿Perdernos? Nada. ¿Perdidos? Siempre. Ley de vida.

Carne de mi carne, pelo de tu pelo, sol de mi sol. Todo hecho un revoltijo, insisto (porque es muy importante).
Y volviendo a lo gamberro, rozar sin que fuera casual. Tan intencionado como debería serlo siempre, ¿o no?. Cualquiera se atrevería a preguntarnos que por qué seguíamos haciéndonos los dormidos, si ni la luz, ni el calor, ni la hora (las tres de la tarde) nos lo ponían fácil. Y la respuesta es: porque nosotros tampoco éramos fáciles. Éramos suaves, pero complicados. Ambos juntos dos lienzos manchados, uno más que el otro. Y quien dice manchados dice estrenados, carcomidos, pintados en definitiva.

Pero el momento ahí acababa y un pequeño trozo de mañana se colaba por el polvo con cada segundo. Entrando poco a poco, que no fue malo, pero sí triste de lo natural que resulta. Aún así, contentos.



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